lunes, noviembre 06, 2006
¿Güercajólic?
A veces pienso que soy el único que puede resolver una cuestión, una situación, un problema. Es decir, siento que muchos otros lo pueden patear hacia adelante, o hacia el costado, o dejarlo archivado hasta que todos pierdan registro de él, pero sé que cuando el responsable de esa cuestión, situación o problema soy yo, el tema llega a una resolución. Tal vez no sea la óptima, tal como el cinco de un equipo de fútbol deber terminar las jugadas a veces, si patear al arco al rebote de un tiro de esquina a favor, pero ciertamente, no debe dejar que el contrario contraataque.
Otras veces soy preso del mismo sistema de prisión y castigo a la que quedamos sometidos todos (o casi todos) por la forma en que se distribuyen las tareas y a merced de una pésima asignación de recursos, para terminar tareas, reportes, balances en tiempos tan escasos como el agua cuando hay sequía.
En varias oportunidades soy esclavo de mi propia autodeterminación, que cuando comienzo algo debo terminarlo como si no hubiera mañana, como si no fuera lo mismo un lunes por la madrugada que un martes por la mañana, como si las diferencias horarias desaparecieran evaporadas en el aire para que mi trabajo sea vea al momento, al instante de ser finiquitado.
Rara vez mi jornada laboral dura ocho horas. Es verdad que (afortunadamente) algo produce que el ritmo se afloje, quizás sea la sabiduría del cuerpo para mantener la especie, para que esté listo para otra cuestión, para otra prisión, para otra noche sin mañana. Sin embargo, hay días que terminan en otros o fines de semana que se esconden entre el viernes y el lunes, y no se muestran para el merecido descanso.
Inclusive mi oficina se traslada a otras latitudes, a lugares diferentes de otras culturas dignas de conocer, de paraísos por disfrutar, de momentos por vivir. En esas latitudes hay un primo de mi cubículo, que me cobija y me da identidad, donde me transformo en otro yo, dispuesto a resolver un problema, a ser víctima de otro carcelero, a entregar mi libertad en mi tozudez, a prolongar el día laboral casi al infinito.
¿Güercajólic? La forma de la reflexión huele a excusa, o a explicación, o, tal vez, a confesión.
Otras veces soy preso del mismo sistema de prisión y castigo a la que quedamos sometidos todos (o casi todos) por la forma en que se distribuyen las tareas y a merced de una pésima asignación de recursos, para terminar tareas, reportes, balances en tiempos tan escasos como el agua cuando hay sequía.
En varias oportunidades soy esclavo de mi propia autodeterminación, que cuando comienzo algo debo terminarlo como si no hubiera mañana, como si no fuera lo mismo un lunes por la madrugada que un martes por la mañana, como si las diferencias horarias desaparecieran evaporadas en el aire para que mi trabajo sea vea al momento, al instante de ser finiquitado.
Rara vez mi jornada laboral dura ocho horas. Es verdad que (afortunadamente) algo produce que el ritmo se afloje, quizás sea la sabiduría del cuerpo para mantener la especie, para que esté listo para otra cuestión, para otra prisión, para otra noche sin mañana. Sin embargo, hay días que terminan en otros o fines de semana que se esconden entre el viernes y el lunes, y no se muestran para el merecido descanso.
Inclusive mi oficina se traslada a otras latitudes, a lugares diferentes de otras culturas dignas de conocer, de paraísos por disfrutar, de momentos por vivir. En esas latitudes hay un primo de mi cubículo, que me cobija y me da identidad, donde me transformo en otro yo, dispuesto a resolver un problema, a ser víctima de otro carcelero, a entregar mi libertad en mi tozudez, a prolongar el día laboral casi al infinito.
¿Güercajólic? La forma de la reflexión huele a excusa, o a explicación, o, tal vez, a confesión.